Además de cultivar la tierra y la memoria,
es preciso cultivar el vacío:
el prometido hueco de los rostros,
la partición de las metáforas,
los patéticos apelativos de Dios,
todo lugar donde cesó de haber algo,
todo lugar donde dejará de haber algo,
los pensamientos que alguna vez se pensaron,
los pensamientos que nunca se pensaron.
Y cultivar también preventivamente el vacío
allí donde se cultiva cualquier otra cosa,
como la sola y taciturna garantía
de no desviarse del surco.
Cultivar el vacío con las manos desnudas,
como el labrador más primitivo,
pero además cultivar el vacío con el mismo vacío,
con su inocencia última:
la ignorancia de ser.
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